Pasaron por mi cabeza infinitas formas de cómo empezar a redactar esto que siento, aquello que sentí, lo que pasó, lo que no pasará..., lo que perdí por el simple miedo a perder. Nunca se me dieron bien estas cosas; para eso estaba ella... Era cantante, pero no era popular; era poeta, pero no estaba loca...; o tal vez sí, o ,en realidad, tan sólo sea que también tuve miedo de lograr comprenderla, de comprender aquello que nadie más comprendía. Yo siempre he sido un cobarde, hasta que la conocí. Cuando la conocí, puedo jugarme el cuello a que fui un cobarde enamorado, irónico, pero, sobretodo, contradictorio.
Eramos dos extraños que en otra vida ya lejana habían sido dos enamorados, dos soñadores, dos románticos...; pero, sobretodo, dos.
Ahí estaba ella otra vez, como cada mañana. Siempre bajaba las escaleras vertiginosamente, pero sonriente, disimulando que siempre llegaba tarde; nunca cambió eso.
"Buenos días" me gritaba, alzando su mano y huyendo en tacones. "Ya llegas tarde" le contestaba yo desde mi ventana. Lo mismo día tras día; daba igual si llovía, si nevaba... Ninguno de los dos faltó jamás a su puesto, como si tuviésemos miedo de que algún día todo cambiara. Nos necesitábamos y ni siquiera ella me recordaba. Nunca intercambiamos más palabras que las que la mañana nos concedía, ni más de las que la noche nos quitaba. "Buenas noches", "¿Qué tal el día?, "Bien, gracias".
Pero siempre con esa sonrisa humilde que la caracterizaba.
Era un frío viernes de octubre. Encendí un cigarrillo y me acerqué a la ventana. Madrid aún dormía, por lo que ella no tardaría en bajar torpemente las escaleras. El tiempo pasaba rápido, pero me resultó más lento que nunca y ,cuando por fin me atreví a mirar al reloj, había pasado una hora.
No sabía qué hacer. Es más, ¿qué iba a hacer?... Y al fin lo hice: salí, subí las escaleras y llamé a su puerta. ¿Estaría enferma?
Nadie abrió.
-- Perdone, joven, ¿a quién busca? - me giré. Era la vecina de enfrente, una señora mayor pero muy elegante.
-- A Beatriz... Esta mañana no ha bajado.
-- ¿Pero no se ha enterado? Se ha marchado.
Me pellizqué varias veces sin que ella lo notara; no podía ser posible, no me podía permitir el perderla otra vez.
-- ¿A dónde? - pregunté temblando.
-- Dice que quiere cumplir su sueño...; que se marchaba, lo deja todo... Tan joven y tan demente...Una chica extraña, con la cabeza llena de pájaros.
Típico de ella. No podía parar, siempre iba más deprisa que el resto del mundo; por eso era difícil alcanzarla.
Me tranquilicé pensando en que volvería, en que las cosas saldrían mal otra vez y, cuando llegara con lágrimas en los ojos, me prometí que sería yo quien la abrazaría. Me prometí que le diría quién era, y que le diría que nunca la dejé de amar.
Pasaron meses. Y con los meses casi pasó un año. Su primer cumpleaños fuera. Otro San Valentín sin verla. Cientos de días sin oír sus tacones resonar en los oxidados escalones de metal que este cada vez más ruinoso edificio acoge.
Era un frío viernes de octubre... Fuera nevaba, así que cerré la ventana y encendí el televisor. Por un momento sentí que la nieve de fuera no era tan fría como mi corazón en ese instante. Ahí estaba ella... Había cumplido su sueño. Ella en Nueva York y yo en Madrid. Ahora tenía quien le dijera todos los días: "Ya llegas tarde". Ya había conseguido que millones de personas le dijeran: "Te amo".
Yo nunca pude volver a decírselo... Ella no me recordaba. No sabía que un día fui quien la hizo fuerte. No sabía que yo era su mayor admirador. No sabía que daría mi vida por volver a abrazarla... No sabía que mis ojos no brillarían hasta que volviera a verla, ni que mi corazón moría, ni que mi vida no tenía sentido sin nuestra rutina, lo único que compartíamos desde hacía años.
Lo tuvimos todo y yo lo eché a perder. Yo jugué, pero ella jugó mejor que yo.
Pudo el amor ahuyentar al miedo, pero el miedo fue más fuerte que este fuerte amor.
Beatriz González Lázaro
4ºB
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